Cuando el dramaturgo Peter Brook estrenó Tito Andrónico en el Shakespeare Memorial Theatre el 16 de agosto de 1955 –con Laurence Oliver y Vivian Leigh en los papeles principales–, el crítico del Evening Standard, Milton Shulman, escribió: “Esta tragedia sólo ha merecido dos producciones importantes en cien años. Los aprensivos pueden preguntarse por qué ha habido tantas”.
Cómo nos gusta el humor inglés.
Brook, del que aquí mismo en Salamanca hemos visto cosas maravillosas, también tiraba de ironía en una carta en la que constata la grandeza de Shakespeare: “Cuando aparecieron las reseñas de Tito Andrónico, felicitándonos a todos nosotros por haber salvado tu espantosaobra, no pude evitar sentir cierta culpa. Porque, realmente, ninguno de nosotros habíamos pensado, mientras trabajábamos en tu texto, que éste fuera tan malo”.
A esta primera tragedia del ciclo shakesperiano, estrenada el 23 de enero de 1594 en el teatro de La Rosa, parece que el público isabelino no le puso tantos reparos: fue la obra con mayor recaudación de la temporada.
¿Qué temía el público del siglo XX de esta historia ambientada en el Imperio Romano? ¿Quizá la crudeza de la venganza? ¿Las amputaciones de miembros, cabezas, lengua, la violación, los ríos de sangre? ¿La crueldad perversa y gratuita del personaje de Aaron, una figura desestabilizadora, cómplice del público heredado de la tradición medieval?
Las críticas destacaron la sobriedad de Brook: aumentó el dramatismo y redujo la representación de la violencia. Temía que el público riera cuando no tocaba. No fue, como pronosticaba un crítico, “un cómic sangriento”.
Y eso es lo que tenemos entre manos, un cómic, la brillante y sangrienta adaptación de Marcos Prior y Gustavo Rico.
Los personajes parecen estatuas que cobran vida, tienen la palidez de la piedra hasta que las cubre la sangre.
En ese sello personal que siempre va implícito en el rescate de un clásico, Prior y Rico parecen decirnos algo parecido a esto: mirad los tormentos de estos hombres, su ambición, ved con qué intensidad se afanan en defender su honor con la espada, escuchadlos conspirar y llorar, ved cómo el tiempo los convierte en estatuas rotas sobre cuya base orina un perro, pensad qué pueden enseñarnos sobre nosotros y comprobad cómo vuelven al polvo del que salieron.
Está claro que Roma no era Creta, no.
Lo hemos disfrutado mucho. El texto es un cañón –¿verdad Mr. Brook?–, tiene ambición estética, fidelidad dramática y un ritmo que te hace sentir en la fila cuatro del patio de butacas. Centraditas, por favor.
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