Hola ,

cuando mi amiga Gloria vivía en Edimburgo me compré un billete de avión para ir a visitarla. 

Antes de que llegara el día de viajar, mi amiga me pidió que fuera a casa de sus padres, subiera a su habitación y cogiera algunas cosas que le hacían falta.

Me dio unas instrucciones precisas, casi se podía visualizar donde estaba cada cosa. Todo parecía fácil. 

Emprendí camino hacia su casa, había ido muchas veces, me lo conocía de sobra. Cuando llegué, pulsé el telefonillo y una voz me dijo:

—¿Sí?

—Soy Alba.

—¡Ah, Alba! ¡Qué alegría! ¡Pasa, pasa!

Su madre siempre me ha recibido como si yo fuera otra de sus hijas. No puedo quejarme. Anduve hasta el bloque, por dentro de la urbanización, y cuando llegué a la puerta, antes de subir las escaleras que había, su madre ya me estaba esperando asomada.

Nos saludamos efusivamente y, al entrar en casa, vi una bolsa preparada. Pensé que eso era lo que necesitaba mi amiga Gloria, pero no, eso era lo que su madre me había preparado para ella con amor. Era un extra.

Subí a la habitación de Gloria, seguí cada paso de las instrucciones, cogí todo lo que me había pedido, lo metí en mi mochila y bajé de nuevo al salón.

—Bueno, ya lo tengo todo, me voy a ir yendo.

—No hombre, ¡no! ¿Cómo te vas a ir ya? He preparado unas albóndigas y una tortilla de patatas buenísima para que te la comas con nosotros.

—¡Ay muchas gracias! No hace falta, de verdad...

—Sí, sí. Ya es la hora de comer. Te quedas a comer.

Y me quedé a comer. Me quedé a comer mucho.

Comí tortilla, picos, pan—la ensaladilla no me gusta, pero también había—, patatas fritas y albóndigas. No podía más. Sentía que mi cuerpo se atrofiaba, que empezaría a salirme comida por los ojos y la nariz, como si fuera plastilina, y que podría volver a reutilizarse.

—No puedo más...—dije extasiada.

—Sí, mira, aquí queda todavía una albóndiga. Cómetela.

A mí me costaba mucho decir que no, aunque en mis pupilas se podía leer la palabra AUXILIO.

Yo no podía moverme, no hice ningún gesto que indicara que yo iba a comerme la albóndiga, no hice ademán de nada. Es más, viéndome desde fuera, me hubiera planteado si yo seguía con vida. Me sentía tan llena que me hubiera intentado tocar el pulso, en las venas, y en vez de el corazón se hubiera oido: albóndiga, albóndiga, albóndiga....

La madre de mi amiga me miró, y miró la albóndiga. Estiró el brazo, alcanzó mi tenedor, lo cogió y lo alzó como una espada de guerra, pinchó la albóndiga que quedaba en el plato, empuñó el tenedor con más fuerza—porque las albóndigas no eran pequeñas, tenían su peso—y me la fue acercando a la boca. 

Imagino que ella esperaba que yo abriera la boca, yo también lo imaginaba, pero eso no ocurrió. Mi cerebro no conectaba con mi cuerpo, allí no había vida. Empujó la albóndiga contra mi boca y yo no la abrí. La albóndiga chocó contra mis labios entreabiertos—porque yo intentar, si lo estaba intentando—, y la albóndiga resbaló desde mi boca hasta la punta de mi zapato. Mi ropa era entera beige, yo iba de moderna casual, y ahora iba de lienzo contemporáneo. Tenía marcado un camino de color de albóndiga desde el cuello de mi jersey hasta la punta de la zapatilla.

La madre de mi amiga me miró, recogió la albóndiga del suelo, le sopló y me la ofreció:

—Si no han pasado cinco segundos esto no tiene gérmenes.


¿Y qué aprendí con esto?

Muchas veces nos sentimos así con las personas. Hay veces que nos tienen tan al límite que cualquier cosa basta para que estallemos, porque aunque lo sigas intentando ya no puedes más.

Algo de ti ha normalizado muchas cosas que no son normales y piensas que seguirás haciéndolo, pero llega un día en el que no hay vuelta atrás. No puedes. Ya no puedes perdonar lo mismo, o ya no puedes perdonar una cosa más. Tu límite se ha sobrepasado. Se ha roto.

¿Lo peor? Que te sientes hasta mal. Sientes angustia porque algo cambia y es muy significativo, tienes que decir basta. Y decir basta ya, a veces, cuesta mucho. 

¿Por qué nos sentimos mal por poner un límite en lugar de sentirnos mal cuando dejábamos que lo sobrepasaran? No lo entiendo, pero yo lo he hecho. Y no es tarde para ponerlo. Nunca es tarde si es algo bueno para ti, . Para tu salud mental.

Decir basta ya te puede hacer sentir mal un día, dos, siete, pero al final te sentirás tan bien que te preguntarás por qué no lo hiciste antes. No decirlo y seguir estirándote como si fueras un chicle te acabará doliendo. Te pasará factura y será muy largo. Porque los chicles son flexibles, hasta que se secan y se quedan duros como una piedra. Y ahí, es fácil romperlos. Y no se vuelven a pegar.

Si se cae al suelo y no han pasado cinco segundos no tiene gérmenes. Bueno, a veces, no hace falta que algo se caiga al suelo para saber que no deberías seguir metiéndotelo en la boca.


Chao pescao'.



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