Podríamos agarrar mucho de ese periodismo que escribe columnas, enfatiza tertulias y rellena secciones de opinión y hacer un ejercicio sencillo de primero de escuela de narrativa: averiguar desde dónde se habla, dónde se coloca el punto de vista, qué campos de significado define el autor como suyos, a quién da voz, a quién se la niega, cómo de profundo araña.
Nos ayudaría mucho tener a mano Poco hombre, el volumen recopilatorio de las crónicas de Pedro Lemebel, el autor de Tengo miedo torero. Por comparación más que nada: su periodismo es tan cristalino que si miramos con gafas Lemebel tanta producción como nos llega, bueno, se caen los subterfugios.
Lemebel emite desde el margen de un margen, el lugar de los humillados y ofendidos, por decirlo con Dostoyevski, el de quienes soportan el abismo que puede abrirse entre la vida en la calle y la cháchara oficial, ese bálsamo para que todo gire, para que lo abominable entre suavemente en el olvido.
“Revertir la mordaza impuesta” lo llama él. Una imposición que se esconde en la propia génesis de la escritura, a la que él aporta toda la oralidad de quien tiene la necesidad de escuchar, de saber lo que no se imprime. El crítico Ignacio Echevarría, que ha seleccionado estas crónicas, afirma en el prólogo sobre su escritura: está “transida toda ella de voz, empeñada tanto en dar voz como en ser voz ella misma. Y empeñada también en hacerse oír”.
Hay una especie de conversación abierta: sus crónicas empiezan in media res, como una voz cercana que no necesita circunloquios ni presentaciones ni fórmulas. Las llamaba crónicas por ponerles un nombre, las consideraba “hacer grafiti en el diario” o “un recuerdo al que se le saca punta enamoradamente para no olvidar”.
No olvidar es importante para Lemebel, en medio de esa Transición chilena, tan heredera en algunos aspectos de la española.
Es famosa la crónica Las orquídeas negras de Mariana Callejas (o el centro cultural de la DINA) en la que revelaba cómo alguna élite cultural del país asistía relajadamente a las soirées ofrecidas por la doña en la primera planta –té, panecillos, whisky, caviar y queso camembert– mientras en el sótano un su marido agente torturaba impunemente. Bolaño escribió Nocturno de Chile con esa historia.
Fue desplazado y autodesplazado Lemebel, irreductible al negocio con el poder, pero su combinación de prosa barroca –llena de floritura y encajes verbales– y su manera clara de decir conquistaron a públicos cada vez más amplios que lo convirtieron en referente.
Escritas durante veinte años, a partir de los ochenta, se leen con admiración y resultan abiertamente presentes.
Es nuestro primer libro de la semana del curso.
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