Mientras me pongo los guantes amarillos recuerdo una de las célebres frases de Oscar Wilde: el hombre se hizo para algo mejor que para remover la suciedad. Todo trabajo de este tipo debiera realizarse por máquinas. Con una risita, agarro el jabón e imagino su expresión al verme parada allí, evadiendo la posibilidad de usar una máquina. ¿Qué frase llena de gracia diría el querido Wilde al enterarse de que años atrás me abstuve de tener una lavadora porque prefería dedicar tiempo a lavar manualmente mi ropa?
Estaríamos de acuerdo –de hecho, para mí es casi un precepto– en su idea de que sólo se deberían tener cosas bellas y útiles en la casa. La lavadora es útil, pero hay cosas útiles muy feas. Aquella encabeza la lista, así que decidí no tener una, en parte, por un motivo estético. No se puede justificar la fealdad de la lavadora en la casa siendo un electrodoméstico de tan poco uso semanal. Más aun cuando hay algo de gran belleza para el mismo fin: el lavadero, ese bloque pétreo en vía de extinción.
Cuando veo que las nuevas viviendas las construyen sin estos, me alarmo. ¿Cómo decidimos que eran prescindibles? No debería asumirse que son innecesarios bajo el supuesto de que hoy todos tienen –o deberían tener– una máquina lavadora. Un despropósito por donde se mire. La asunción de que en cada casa debe haber una, es disponer los recursos de manera ineficiente, pues este es un electrodoméstico más provechoso cuando su uso es comunitario. Lo que necesitamos de las máquinas es el servicio que nos prestan, no su propiedad privada. Sería entonces más conveniente disponer de salones de lavado a los que poder acudir periódicamente con la ropa (tal y como sucede en Japón y otros países). O, aunque aparatoso y nocivo para los trabajadores, en servicios de alquiler de lavadoras (como los que con ingenio se implementaron en los barrios populares colombianos). Así, una misma máquina sirve y beneficia a múltiples personas, porque su uso no tendría que limitarse a los que tienen el dinero para adueñarse de una.
En todo caso, que haya una lavadora no anula la necesidad de lavar manualmente. No me refiero a la cotidiana obligación de lavar un trapo o un calzón, sino a la necesidad de acudir al lavadero como uno de los espacios domésticos de meditación.
En el preciso instante en que me paro frente al lavadero y estiro la mano para dejar correr el agua, mi vida se vuelve ordinaria, incluso ligera. Es una vía efectiva para volver al cuerpo y hacerme cargo del mismo. Soy materia que suda, babea, menstrúa, orina y defeca; soy cuerpo que percude, que deja rastro, que mancha al entrar en contacto. Eso me recuerda mi pila de ropa sucia, que soy un cuerpo vivo que necesita ser cuidado, que requiere ser consentido. El lavadero es una firme invitación a ocuparme de esa pila como si se tratara del asunto más importante del mundo. Lo es. Soy parte de una larga cadena de mujeres que retorciendo y refregando han reproducido la vida.
Aunque el estriado y la dureza del lavadero insten a limpiar con contundencia la ropa, lavarla es una forma de practicar la delicadeza. Restregar me parece una acción brusca; no quiero eliminar las manchas que va dejando mi vida sobre mi ropa. Me parece absurda la promesa de las compañías de detergentes, dejarla como nueva. Es decir, como si no fuese un cuerpo animal el que la usa. Limpio debe significar algo distinto a inmaculado. Limpio debe nombrar algo distinto a borrar la huella del tiempo cíclico.
En el lavadero comprendí que el cuidado puede dirigirse también hacia un objeto. Cuidar significa hacerme cargo, dedicar tiempo, reparar en la presencia y atender. Lavar es conocer íntegramente mi ropa, no sólo el aspecto que me da cuando la visto: ¿cuántas veces puede vestirme antes de requerir ser lavada?, ¿qué tanta insistencia necesita en el frotado para penetrar su fibra?, ¿qué tanto destiñe?, ¿con cuáles otras de sus compañeras se puede lavar?, ¿se puede remojar o no?, ¿con qué partes de mi cuerpo entra en mayor contacto? El lavadero es un observatorio y las que observan son las manos.
Lavar la ropa es recorrerla.
Es encontrar todos sus rincones.
Es mirar todas sus costuras.
Lavar la ropa es estar aquí y ahora; en el platón
mis manos
d
i
s
u
e
l
v
e
n
mis pensamientos.
Los sumergen.
Los agitan.
Los dejan seguir corriendo.
Lavar la ropa es meter mis manos entre un montón de medusas.
Lavar la ropa es hacer una de esas cosas olvidables,
de las que no marcan
ningún
hito
en la narración vital
pero que sostienen la vida.
Mi vida.
Lavar la ropa es la cara menos reluciente de la moneda.
El lado que sostiene los pilares del relato.
Lavarla es alistar la ropa para entrar
en escena.
Lavar la ropa es dejar que el agua y el jabón se lleven mis días vividos
y prepararme para los que vienen.
Es hurgar los fantasmas de días pasados.
y suspender en perchas los de días futuros.
Lavar la ropa es química aplicada.
Es presenciar el devenir –¿o el destino?– de una mancha.
Lavarla es sentir la potencia del agua,
que siendo
tan
ligera
todo lo remueve
y
se
lo lleva.
El lavadero es un espacio para la ociosidad. Como dice Levrero en La novela luminosa:
El ocio no tiene sustancia propia, no es un ente en sí mismo, no es nada; el ocio es una disposición del alma, algo que acompaña cualquier tipo de actividad; no es la contemplación del vacío, y menos aún el vacío mismo; es, cómo decirlo, una manera de estar. Sentarse en un sillón sin hacer nada no implica necesariamente ocio; y lavar los platos puede implicar ocio, si uno tiene la disposición adecuada. La disposición adecuada, en el caso de lavar platos, es lavar los platos como si fuera la cosa más importante del mundo.
Seguiré acudiendo al lavadero para disponer mi alma a hacer la cosa más importante del mundo.
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